La ilegitimidad y el aislamiento de Ortega en Nicaragua

Más que errática, la política exterior de Ortega tiene la lógica de auto-aislarse para no responder por las denuncias de crímenes de lesa humanidad que hay en su contra.

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por Elvira Cuadra

Hace cuatro años, un estallido social sacudió Nicaragua y abrió una crisis socio-política que se prolongó en el tiempo. El proceso ha sido intenso y actualmente el escenario es complejo para todos los actores, de manera que las soluciones sólo parecen realizables en el mediano plazo. Para Daniel Ortega, el escenario está marcado por la ilegitimidad después de las elecciones pasadas; para el movimiento ciudadano y la oposición, por el debilitamiento de sus estructuras organizativas y liderazgos después de la escalada represiva gubernamental del 2021, la imposibilidad de ejercer derechos ciudadanos por el Estado policial y la falta de una propuesta política alternativa.

Elecciones sin condiciones, continuidad ilegítima

El 7 de noviembre de 2021, el Consejo Supremo Electoral (CSE) declaró ganadores de las elecciones a Daniel Ortega y Rosario Murillo para un cuarto periodo en la Presidencia y segundo en la Vicepresidencia, respectivamente; asegurando su permanencia en el poder y pretendiendo pasar la página de la crisis que emergió en 2018. El coste ha sido la pérdida de legitimidad entre la ciudadanía y la comunidad internacional.

Organismos ciudadanos que monitorizaron las votaciones revelaron que la abstención había alcanzado un promedio del 80 %, uno de los más altos en las últimas décadas. Numerosos países de América y Europa rechazaron los resultados porque el proceso no se desarrolló en condiciones de competitividad, justeza y transparencia. La campaña transcurrió en medio de una escalada de violencia gubernamental que había arrancado en mayo de 2021 con el encarcelamiento de siete aspirantes presidenciales de la oposición y unos 40 líderes de organizaciones políticas, movimientos sociales y gremios empresariales, periodistas, defensores de los derechos humanos e, incluso, antiguos y reconocidos guerrilleros, elevando a más de 170 el número de prisioneros de conciencia. Además, el órgano electoral canceló la personalidad jurídica de tres partidos políticos y los dejó fuera de la competencia, de manera que Ortega no tuvo contendientes de peso.

El CSE retrasó el inicio de la campaña electoral, la recortó a poco más de un mes y limitó las actividades proselitistas a grupos pequeños y espacios cerrados con el pretexto de prevenir los contagios de Covid, limitando la realización de actos públicos a los partidos inscritos. Los ciudadanos no pudieron ejercer el derecho a la libre movilización y expresión; y tampoco admitió misiones nacionales e internacionales de observación.

Sondeos de opinión previos a las elecciones revelaron un alto porcentaje de indecisos, incluso entre los simpatizantes de Ortega, confirmándose el 7 de noviembre cuando en los medios de comunicación independientes y las redes sociales circuló abundante información sobre la ausencia de votantes, a pesar de la presión sobre los empleados públicos para obligarlos a votar en favor de la pareja presidencial. Al imponerse nuevamente tándem Ortega-Murillo, el descontento aumentó y se redujo aún más su legitimidad entre la ciudadanía.

Un cisma en la estructura de poder

El 23 de marzo, el representante de Nicaragua ante la Organización de Estados Americanos (OEA), Arturo McFields, hizo una declaración durante una reunión del Consejo Permanente que sorprendió a los embajadores, a la opinión pública y al propio Gobierno nicaragüense. McFields dijo hablar en nombre de más de 170 prisioneros políticos, de 355 personas asesinadas y de los empleados públicos atemorizados, acusando a los Ortega-Murillo de ser una dictadura. El sentido radicalmente distinto respecto al discurso oficial reveló que el malestar entre los partidarios de Ortega alcanza a sus círculos de confianza más cercanos y es más profundo de lo que se pensaba. Días después, uno de los juristas ante la Corte Internacional de Justicia, Paul Reichler, denunció las graves violaciones a los derechos humanos, provocando otro cisma en la estructura de poder. Pero los primeros indicios de la erosión habían aparecido meses antes, cuando personas cercanas a los Ortega-Murillo fueron defenestrados, despojados de bienes y sus pasaportes.

Después de la sorpresa inicial por la declaración de McFields, el Gobierno ordenó reforzar la vigilancia y la intimidación sobre los empleados públicos y su círculo cercano, así como cesar las actividades de los llamados militantes históricos del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), provocando más desconfianza y descontento. Algunos que se rebelaron han sufrido asedio y vigilancia policial de forma similar a los ciudadanos y activistas de la oposición.

Autoaislamiento y política exterior hostil

Sumado a la falta de legitimidad, los Ortega-Murillo han seguido una política exterior hostil y de auto-aislamiento. Antes de las elecciones, gobiernos y foros expresaron su preocupación por la falta de condiciones para el libre ejercicio del voto ciudadano. Tanto la Asamblea General de la OEA como el Parlamento Europeo emitieron resoluciones urgiendo a garantizar esas condiciones, liberar a los prisioneros políticos y restablecer las libertades ciudadanas, y advirtieron que no reconocerían los resultados si la competencia no se efectuaba según los estándares internacionales. Ortega las obvió todas y, por el contrario, acentuó su actitud con la comunidad internacional.

Han rechazado sistemáticamente iniciativas para solucionar la crisis, como la del Grupo de Trabajo de la OEA y los intentos de la Secretaría General para abrir canales de comunicación. Lo mismo sucedió con la iniciativa conjunta de México y Argentina, rechazada de tal manera que ambos gobiernos decidieron llamar a sus embajadores. Otros gobiernos con los que han reaccionado agriamente son Costa Rica, Colombia, España y el Vaticano.

En los tres últimos casos, la Cancillería nicaragüense emitió notas fuera de tono diplomático y decidió retirar las credenciales a los representantes. Se sabe que a la embajadora de España le negaron la entrada al país, a la vez que retiraron a su embajador en Madrid. Al representante del Vaticano lo expulsaron, tal y como confirmó la nota emitida por la Santa Sede. Similar suerte corrió el delegado residente del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR).

Después de las elecciones, varios gobiernos se pronunciaron declarando la ilegitimidad de los resultados. Estados Unidos, la Unión Europea y 10 países más impusieron sanciones a un grupo de personas cercanas a Ortega y Murillo, además de a instituciones como la Policía, el Ministerio Público, el instituto estatal de telecomunicaciones y el CSE, ampliando las sanciones a la familia gobernante, sus allegados e instituciones clave, entre ellos el jefe del Ejército, el presidente de la Asamblea Nacional y la propia Rosario Murillo.

En diciembre de 2021, Ortega rompió sus vínculos diplomáticos con Taiwán, uno de sus aliados más cercanos y facilitador de fondos de cooperación, para restablecer relaciones con la República Popular de China. Al cerrar operaciones, Taiwán donó sus bienes a la Iglesia católica, pero Ortega las mandó a ocupar para entregarlas a la representación china recién instalada en Managua.

A la toma de posesión asistieron solamente sus aliados más cercanos: Miguel Díaz-Canel (Cuba), Nicolás Maduro (Venezuela) y Juan Orlando Hernández, ex presidente de Honduras y acusado ahora de vínculos con el narcotráfico internacional. Un invitado controvertido fue Mohsen Rezai, alto funcionario iraní, imputado como responsable del atentado contra la mutual judía Amia en 1994, en Argentina. Su presencia provocó una reclamación del Gobierno argentino que Ortega desestimó por completo.

Más que errática, la política exterior de Ortega tiene la lógica de auto-aislarse para no responder por las denuncias de crímenes de lesa humanidad que hay en su contra, construir alianzas con aquellos que considera semejantes para contraponerlos al rechazo de la comunidad internacional y obtener fondos financieros ante la eventual suspensión de apoyo de organismos financieros internacionales. Por eso se ha acercado a Rusia, China e Irán, exponiéndose a más y mayores sanciones.

La ‘institucionalización’ del Estado policial

Para compensar la debilidad derivada de la ilegitimidad y el aislamiento, los Ortega-Murillo han institucionalizado el Estado policial impuesto desde 2018, normalizando la represión y el control sobre la ciudadanía. Para eso, desde octubre de 2020 han promovido la aprobación de leyes que configuran un entramado jurídico para encarcelar a quienes se atrevan a rebelarse; entre ellas, la ley de Agentes Extranjeros, Especial de Ciberdelitos, Ley de Derechos del Pueblo, reforma al Código Procesal Penal para extender las detenciones preventivas hasta por 90 días, reformas a la Ley Electoral, aprobación de una nueva ley de ONGs, reformas a la ley de educación y de autonomía universitaria. Todas han servido para encarcelar, enjuiciar y condenar a más de 50 personas apresadas entre mayo y noviembre de 2021; cancelar las personalidades jurídicas de más de 130 ONGs, incluidas asociaciones médicas, centros de pensamiento, organizaciones religiosas y filantrópicas; y ordenar la persecución de periodistas y medios independientes como el diario La Prensa, el más antiguo del país, y Confidencial.

Las personas encarceladas son víctimas de tratos crueles y torturas. Un grupo de ellos son adultos mayores con condiciones de salud propias de su edad y otros padecimientos crónicos, pero solamente siete están en arresto domiciliario. Sus familiares también son expuestos a tratos crueles. Uno de los casos más graves fue el de Hugo Torres, reconocido ex guerrillero del FSLN durante la dictadura de Somoza y general retirado, quien falleció en prisión a causa de una enfermedad agravada por las condiciones carcelarias y la negación de atención médica oportuna. Para el movimiento ciudadano, la represión de 2021 ha sido un duro golpe que prácticamente ha barrido a toda su dirigencia. Los que escaparon están exiliados o escondidos.

Un futuro comprometido para Ortega

Cuatro años después de la insurrección de abril, Daniel Ortega ha logrado mantenerse en el poder, pero no cerrar la página de la crisis. El descontento se mantiene y ya alcanza a sus propias bases, reduciendo sus pilares de apoyo al Ejército, la Policía y otras instituciones represivas.

La crisis es compleja en la medida en que convergen los efectos de la política gubernamental por la Covid-19 al no aplicar ninguna de las recomendaciones de los organismos internacionales de salud; los efectos de la propia situación política y los efectos económicos de ambas, que golpean fuertemente a la población. En perspectiva, la tendencia es hacia la prolongación de la crisis en el tiempo mientras el descontento sigue acumulándose.

El movimiento cívico y la oposición, golpeados pero vivos todavía, están en proceso de recomposición y han organizado una variedad de acciones internas y en el exterior para conmemorar este nuevo abril.


Este artículo fue publicado originalmente en Agenda Pública, de El País.